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Dear Bertrand Russell

por Fernando Savater (tomado de su libro “Apología del sofista”, Ed. Taurus, 1973)

Este es un libro insólito como la figura en torno a la que se centra y quizá irrepetible tras la reciente desaparición de ésta. Es una obra de ingenio espontáneo y natural, de un espíritu envidiablemente vivo, de una cortesía sin afectación, nunca desmentida por la nota irónica. Pero es también la aventura de personas de todos los países, edades y condiciones, intentando establecer una relación con la cultura, representada por una de sus figuras más vivas, que no se hallase mediatizada por los célebres “mass media”. Este libro es, juntamente, una biografía sin maquillaje y la recensión de una batalla por la autonomía intelectual.

Entre las grandes figuras intelectuales de este siglo, hay algunas que han visto popularizado su entorno, como el Sartre flanqueado por jerseys cuellialtos negros en el “Café de Flore”, con el fondo musical de Juliette Greco, o Marcuse, poco más que un nombre sobre el rebelde “campus” llameante de Berkeley o Berlín. Para otros, en cambio, el olvido: asombró no fingidamente a muchos saber que Heidegger aún vivía y celebraba su ochenta cumpleaños. Bertrand Russell, por el contrario, era más popular que sus demostraciones públicas. Nadie podía imaginarse las sentadas pacifistas bajo la columna Nelson o las concentraciones de Hyde Park privadas de la figura central del anciano alto y afilado, de melena blanca y nariz rapaz. Era un filósofo con rostro, entre tantos profesores de cara redonda y gafas burocráticas; había conseguido modelarse una cabeza que expresara tanto como diez libros, lo que según Nietzsche es la primera obligación del pensador.

Russell no se borró nunca detrás de su obra, y de él puede decirse, mejor que de Wilde, que puso su talento en su obra pero todo su genio en su vida. Su activa longevidad le fue convirtiendo, poco a poco, en el abuelo progresista del mundo, tras haber sido el ideal padre rebelde de dos generaciones anglosajonas. Las cartas que se le escribían, más de cien diarias, son cartas familiares y, como tales, más emotivas que intelectuales; gente que necesita su apoyo o que le anima a seguir con su labor, jovencitas que le ofrecen su amor y lectores fervientes que desean saber si un ateo puede celebrar la Navidad. Algunos sólo quieren saber que sigue bien y en guardia, como aquel japonés cuya carta sólo preguntaba “How are you, lord Russell?” y al que el filósofo responde un “I am fine” que equivale al “alerta está” de los centinelas nocturnos.

Ninguna carta queda sin respuesta adecuada y la mayoría de ellas guarda alguna sorpresa a su destinatario. En muy pocas líneas, con idéntica claridad, Russell expone su punto de vista religioso o político, revela que su canción favorita es “Sweet Molly Malone” o contesta a la invitación al té de un niño de seis años. Hable de lo que hable, su personalidad es innegable, una mezcla de racionalismo a ultranza (“No me gustó el misticismo de R. Tagore, no se podía razonar con él”), de positivismo, de estoicismo kantiano y de humor. Es cierto que, a veces, su sentido común está un poco trasnochado, pero siempre lo utiliza a favor de la vida, de la libertad, de lo menos pasado de moda porque nunca alcanzó vigencia. Lo que en otros sería lugar común asciende en él a convicción revolucionaria o, al menos, a fermento crítico de indudable interés. Si sus convicciones socializantes no siempre nos convencen, lo indudable es que previó los peligros del leninismo desde muy pronto y con acuidad; aunque su solución pacifista se queda en la superficie tan sólo del problema, su actividad en la organización de manifestaciones antibelicistas y en comités de desobediencia civil han abierto útiles caminos tácticos a la luego llamada “oposición extraparlamentaria”. Como todos los pensadores críticos, Russell es mucho más interesante y valioso cuando niega que cuando afirma. Sobre todo, su individualismo valeroso, su heroísmo irónico, su rebelión antijerárquica, su defensa de la vida y de la plena expansión sexual, su postulación de una educación creadora y no represiva, su exigencia de una organización política basada en la federación de pequeños comités populares, opuesta a los nacionalismos opresores, todas sus posturas más personales le convierten en el más válido precursor de la liberación preconizada por la “new left” de Europa y América. Sus derrotas nos enseñan tanto como sus parciales triunfos

La correspondencia reunida en este bello volumen demuestra que muchos miles de personas en el mundo se sentían más acompañadas sabiendo que el viejo liberal montaba su guardia insobornable en su refugio de Gales, símbolo postrero y quizá ilusorio de unos valores ideales que ya nadie, salvo él, sabe defender con acento sincero. Era un lujo moral para este mundo nuestro, que cada vez se puede permitir menos; de aquí nuestra melancolía al cerrar este libro y decir definitivo adiós a nuestro querido Bertrand Russell...



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