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MICHAEL SCOTT (1)

DESOBEDIENCIA CIVIL Y MORAL

Es imposible escribir sobre Bertrand Russell sin ofender a alguien, posiblemente a todos, probablemente a Bertrand Russell. Ante mí aparece como un gigante entre enanos mentales y espirituales, que están febrilmente empeñados en erigir monstruos frankensteinianos con sus propias limitaciones espirituales, potencia de percepción, escalas de valor y sentido de la proporción.

No se me ha pedido que escriba sobre Russell y la religión, o sobre su filosofía, principalmente porque es sabido que no soy un experto en ninguna de esas cuestiones. De hecho, he discutido con él pocas veces sobre el tema de la religión, a pesar de la cantidad de horas y días que he pasado con él, quizá por temor a su agudeza y sabiduría, ante cuya presencia sé que soy decididamente uno de los enanos.

Quizás es sólo una serie de experiencias inhabituales en la vida lo que me ha permitido, al igual que cualquier otro que las hubiera sufrido, percibir algo de la verdadera grandeza de Russell, que es realzada antes que disminuida por sus debilidades evidentes.

Un error común entre los predicadores es el de representar a Dios semejante a nosotros mismos, sólo que más grande.

La explicación que da Russell de esto no parece más adecuada que su explicación del rechao que hace el mundo contemporáneo de muchas de sus ideas y actitudes. Está acostumbrado a tratar a los enanos de su alrededor como a sus iguales hasta que cometen algo ultrajante, y entonces lo que emplea contra ellos, más de lo deseable, es su ironía y no su sabiduría.

No hay ninguna grandeza en el sentarse en la calle ante el Ministerio de Defensa, aún en el caso de que uno sea un filósofo. Podrá ser exhibicionismo, frustración, resentimiento contra la indiferencia, cualquiera de las cosas que los periodistas han deducido con tanta libertad de sus descripciones y análisis superficiales. El rasgo de grandeza descansa en las razones, juicios, valoraciones de factores relevantes, apreciación de consecuencias para uno mismo y para la sociedad, etc.

Sócrates rechazó voluntariamente la desobediencia civil como un error para sí mismo y su sociedad. Pero las circunstancias no eran para él las mismas que para Russell, en la medida en que se trataba de respeto a la ley. Sócrates consideraba que su deber hacia la sociedad no era escapar de la muerte, sino entregarse a ella. Pero la sociedad griega existía sólo muy precariamente, rodeada por un mar de barbarie, y descansaba en parte sobre la legalidad de la esclavitud, lo que hacía de la desobediencia civil una amenaza inminente a la civilización tal como se concebía entonces y tal como la concebía Sócrates. Bertrand Russell vive en una era de creciente poder estatal, fundiéndose en el totalitarismo y en su número opuesto, tal como los políticos conciben la oposición, o sea, el Estado Bélico.

Hay un pasaje revelador en la obra de Russell Authority and the Individual : “Todos estos logros morales, hay que admitirlos, han sido puestos en peligro por una recrudescencia de la ferocidad. Pero no creo que, al final, el progreso moral que han representado sea perdido por la humanidad. A los profetas y sabios que dieron principio a ese progreso moral, aunque en su mayor parte no fueron venerados en vida, no se les impidió, sin embargo, que realizaran su obra. En un Estado totalitario moderno, las cosas están peor de lo que estuvieron en los tiempos de Sócrates o de los Evangelios. En un Estado totalitario, un innovador, cuyas ideas no sean del gusto del gobierno, no es meramente llevado a la muerte, que es una cuestión que debe dejar indiferente al hombre valeroso, sino que se impide totalmente que su doctrina sea conocida. Las innovaciones en una tal comunidad sólo pueden venir del gobierno. Y el gobierno, ahora lo mismo que antes, no está dispuesto a aprobar algo contrario a sus propios intereses inmediatos. En un Estado totalitario, sucesos tales como el surgimiento del budismo o el cristianismo, son apenas posibles, y ni siquiera mediante el mayor heroísmo puede adquirir un reformador moral ninguna influencia en ninguna parte. Este es un hecho nuevo en la historia humana, originado por el poder mucho mayor sobre los individuos, que es posible gracias a la técnica moderna de gobierno. Es un hecho muy grave y que muestra cuán fatal debe ser un régimen totalitario para cualquier clase de progreso moral.

En nuestros días, un individuo de poderes excepcionales puede esperar difícilmente tener éxito o influencia social tan grandes como en tiempos pasados, si se dedica a la reforma artística o religiosa y moral. Todavía hay, sin embargo, cuatro carreras que le están abiertas: puede llegar a ser un gran líder político, oomo Lenin: puede que adquiera un vasto poder industrial, como Rockefeller; puede que transforme el mundo mediante descubrimientos científicos, tal como lo hacen los físicos atómicos; o, finalmente, si no tiene capacidad para ninguna de estas tres carreras, o si no halla la oportunidad, su energía, a falta de otro escape, puede que le dirija hacia una vida criminal. Los criminales en el sentido legal, muy pocas veces tienen mucha influencia en el curso de la historia y, por tanto, un hombre de ambición altiva, escogerá alguna otra carrera, si le está abierta.

El ascenso de los hombres de ciencia hasta posiciones importantes en el Estado es un fenómeno moderno. Los científicos, al igual que otros innovadores, tuvieron que luchar para su reconocimiento; algunos fueron proscritos, otros quemados; algunos fueron encerrados en calabozos; a otros simplemente les quemaron los libros. Pero, gradualmente, el Estado se dio cuenta de que podían proporcionarle poder. Los revolucionarios franceses, después de haber guillotinado erróneamente a Lavoisier, emplearon a sus colegas sobrevivientes en la fabricación de explosivos. En la guerra moderna, los científicos son considerados por todos los gobiernos civilizados como los ciudadanos más útiles, supuesto que puedan ser domados e inducidos a poner sus servicios a la disposición de un gobierno particular y no de la humanidad”. (2)

Así es el dilema, tal como Russell lo ve. Es con este trasfondo histórico que debe ser contemplado el acto de sentarse en el pavimento de la Parliament Square. Nadie puede suponer que con su sentido del humor no hubiera ya previsto las caricaturas de su acción que iban a aparecer en la prensa mundial, y la parodia de su actitud que hace que ésta parezca antiparlamentaria. El apreciaría la ironía de estas críticas, pues todo lo que hace es pedir a la gente que piense por sí misma y que actúe en concordancia con sus propios razonamientos, no con los que algún otro les ha impuesto, ya sea por la fuerza o por la distorsión o destrucción de la información. Una trágica evidencia del camino que él pide al mundo que no tome, es que la prensa de un país libre desfigure tanto su protestaa contra el abuso de poder por parte de los gobiernos y los grupos políticos que lo manejan, precisamente en un tiempo en que los gobiernos tienen el poder para destruir totalmente la civilización y, quizá, toda clase de vida en este planeta. En la actualidad, en cada instante, no hay nada en la organización del hombre que pueda impedir que suceda esto. Por tal motivo, es porque Bertrand Russell se sentó en el pavimento de la Parliament Square para ser ridiculizado por todos los diarios de Gran Bretaña.

Ni tampoco ha habido hasta ahora ningún intento serio de valorar un movimiento en que miles de hombres, algunos viejos, pero la mayoría jóvenes, bastantes con sus familias, muchos sin ningún partidismo o afiliaciones políticas, la mayoría amando la vida y esperando poder disfrutarla, rompen con una ley deliberadamente y solicitan pasar una temporada en la cárcel. Saben, especialmente los estudiantes, que están arriesgando su carrera entera. Muchos de los empleados están a punto de perder su trabajo o deberán tomar otras precauciones para con su familia, muchas viejas damas o jóvenes madres temían que pudieran ser aporreadas por la policía o pisotedas por una multitud en estampida. Pero ahí están sentados. La política y la prensa que hoy día monopoliza casi todas las fuentes de información, y puede así envenenar el manantial del pensamiento, no pudo hallar tiempo o espacio ni siquiera para la mínima generosidad requerida para permitir una valoración adecuada de estos acontecimientos, en una época en que frecuentemente se lamentan de la caída del sentido moral y del aumento de la delincuencia en las generaciones más jóvenes.

Cuando dos individuos estúpidos, incapaces de ver ninguna diferencia entre la disputa entre dos personas y la forma especial de Russell contra el Estado, se sentaron en el suelo de su gabinete y rehusaron moverse o dejarle continuar con su trabajo, se sorprendieron cuando llamó a la policía y pidió que se les sacara de allí en nombre de la ley. Los periódicos de todo el país se chancearon mucho con esto, lo mismo que alguno de sus colegas de otro tiempo en el Ejecutivo de la Campaña para el Desarme Nuclear.

Aunque no tolerase tal locura con amabilidad, Russell es uno de los hombres más amables y tolerantes. Pero su tolerancia no es una indulgencica fácil o una conformidad con las cosas que cree erróneas. Su creencia es su punto de vista, y éste puede estar equivocado. Su tolerancia es más bien una complacencia positiva en la variedad y en el conflicto que ésta implica inevitablemente en el orden general de las cosas. La esencia de la civilización es la búsqueda de estos conflictos de un modo racional y civilizado, y no por el engaño y el embrollo o por el simple uso de force majeur . De ahí su oposición a todas las formas de fanatismo o dogmatismo, incluidos los que exhiben a veces racionalistas y ateos, laicistas y materialistas.

Quizá será acertado decir de Russell que no hay nada que él tema, excepto la Nada. La Nada en el corazón del hombre y en la mente y en el alma del hombre. Eso es lo que amenaza de muerte a la humanidad. Eso es hoy la amenaza a la vida y al Universo. Y es contra esto que él ha impulsado a los seres humanos a resistir con toda la fuerza que puedan reunir; contra la organización que sumerge al Hombre en la Nada.

(1) Rev. Guthrie Michael Scott: Fr. Scott es director honorario de la Oficina Africana de Londres y ha sido sacerdote anglicano en la diócesis de Chichester desde 1950. Nació el 30 de julio de 1907 y estudió en Kings College, Tauton; St. Paul´s College, Grahamstown, África del Sur y en Chichester Theological College. En 1947 apeló a las Naciones Unidas en defensa de dos tribus del Mandato de África del Sudoeste; a requerimiento de los jefes, asistió a las sesiones de la Asamblea General y se le concedió una audiencia ante el Cuarto Comité en 1949, 1950 y 1955; tomó parte en la formación de la Oficina Africana; sus publicaciones comprenden Shadow over Africa , Atttude to Africa , African Episode y The Orphan´s Heritage .

(2) Reith Lectures, 1948-49, Authority and the Individual , pág. 51.



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